Réquiem para una osadía

26/10/2016. Mawi Gómez fotografía
Llegué al barrio de los “cuernos de Batlle”, del que Krisse se acaba de marchar, en 1977, poco antes de cumplir los nueve años. Ella me llevaba sólo tres, pero a esas edades la diferencia parece muy grande. Vivíamos, tanto en ese entonces como hoy (que ambas volvimos después de que la vida girara a su propio antojo), a sólo dos cuadras de distancia. Pero cuando uno es pequeño, su radio social se restringe a la propia manzana. Es recién en la adolescencia que uno comienza a aventurarse por su cuenta alguna calle más lejos, tal como los documentales muestran a los cachorros que se alejan de la madriguera para explorar. Krisse llegó a esa etapa, pues, tres años antes que yo.
Mi mejor amiga era Fernanda, que vivía casa por medio de la mía. Ella sigue estando en mi núcleo más cercano; es increíble qué cortos son al fin y al cabo los trayectos que podemos llegar a recorrer los humanos durante nuestras increíbles vidas. Los cachorros de los documentales en pocas semanas ya no recuerdan a su madre, mientras que los humanos, por más lejos que viajemos con nuestra acción e imaginación, finalmente recalamos en el mismo puerto, junto a las mismas personas. Como las almas, dicen quienes creen en la reencarnación, ¿verdad? Al fin y al cabo, es la misma idea: todo un universo a nuestra disposición, pero nos quedamos agazapados debajo de una misma manta. Hay mucho de ternura y calidez en esa idea. Me gusta. Por eso, tal vez, es que pueden contarse este tipo de relatos.
Lo cierto es que pasábamos todos los fines de semana del año y todos los días del verano jugando en la calle. Se mezclan en mi memoria algunas niñas más, pero la que siempre está en esas imágenes que se agolpan en mi retina es Fernanda, con quien en plena vereda ensayábamos los pasos de baile del grupo Menudo. Para ese entonces nosotras ya tendríamos once años, y Krisse estaba dando dos grandes pasos simultáneos: sus incursiones lejos del cuidado de su madre, y su incipiente transformación sexual. Fue cuando la vimos por primera vez. Era nuestro primer encuentro con una naciente chica trans; ni siquiera sabíamos que la categoría existía, pero así son los niños, al no conocer de categorías, todo es más natural y válido; lamentablemente eso se pierde con los años. Deteníamos nuestras coreografías para observarla pasar. Ella era un varón, claramente, pero llevaba la ropa ceñida al cuerpo y  el pelo lacio por los hombros, suelto y aclarado con agua oxigenada, que era lo que se usaba en esa época cuando cualquiera de nosotras quería experimentar un cambio en el color de un mechón sin que la madre se enterara, porque era algo barato que se podía comprar rápidamente en la farmacia.
Tan elemental nos parecía el pasaje de un género a otro, que un día Fernanda me dijo: “Averigüé que se llama Fernando. ¿Entonces se hará llamar como yo?”. Después de verla pasar muchas veces, comenzamos a saludarla. Mi recuerdo de ella es como esas confusas imágenes de los sueños que pretendemos recuperar al amanecer. Su paso coqueto, su ropa andrógina y audaz, su cabello rojizo. Y de pronto, es como si me despertara y me doy cuenta de que ya soy una adulta y que le perdí el rastro. No la volví a ver durante unos veinticinco años.
Diez años después de las coreografías en la vereda yo ya había evolucionado a una joven adulta y me ennovié con Gustavo, mi actual marido. Los primeros meses de noviazgo fueron, como en todas las parejas, de una intensidad inusitada, como si exprimiéramos la energía vital de la otra persona con la que quisiéramos fusionarnos, hacernos una sola, no sólo en cuerpo, sino en espíritu, en historia de vida, como si pudiéramos viajar en el tiempo y formar parte de esa vida anterior que exploramos mientras respiramos sus relatos.
Gustavo también vivía en el barrio, incluso en la misma calle que yo, sólo que unas quince cuadras hacia el Prado. Por la misma calle, a medio camino entre mi casa y la de él, estaba (sigue estando) el Liceo Nº26, donde cursó Gustavo. En una de esas conversaciones arqueológicas de intensa exploración mutua, él me preguntó si yo conocía “al Cardozo”. Yo no tenía idea de quién me hablaba. “Un puto que iba al 26. Vivía ahí, a dos cuadras de tu casa.” Y entonces entendí que se trataba de Krisse. Pero para nosotros todavía no era Krisse. Para mí era Fernando, y para él era “el Cardozo”, por esa costumbre liceal de llamarse por los apellidos. Yo no lo había vuelto a ver. Él sabía que se había terminado de transformar, luciendo como una auténtica mujer, y que se prostituía habitualmente en la esquina de Bulevar y Nicaragua. Lo (“la”, pero el concepto de la autonomía del género no asomaba todavía en los albores de la década de los 90) habían visto varias veces al pasar por ahí con ex compañeros del liceo, y siempre le gritaban groserías. No me pareció ni bien ni mal. La empatía todavía no había golpeado a mi puerta. A la de Gustavo tampoco.
En 2002 estaba emprendiendo la investigación que me llevaría a la publicación de A su imagen y semejanza, cuando recibí una llamada de Gloria Álvez, que ya era presidenta de ATRU y a quien yo ya había entrevistado. Me dijo que la secretaria de ATRU (“Cris”, anoté en mi agenda) quería contarme su historia. Pero que no podía trasladarse hasta la sede de ATRU porque hacía poco se había caído de la moto y se estaba recuperando de una fractura en la clavícula. La llamé entonces al teléfono fijo que me dio Gloria, anoté la dirección y me largué, a pleno barrio Unión, una casita humilde pero confortable en la esquina de una calle paralela a 8 de Octubre, a pasos de Veracierto. Me abrió la puerta en bata de plush y con el pelo mojado. Se acababa de duchar en ese día insoportable de verano. Me hizo pasar y se me quedó mirando descaradamente, como si me interrogara con la mirada. Ella era la segunda “travesti” (como se autodenominaban todavía en esa década) que yo entrevistaba, y me seguía provocando esa sensación rara en el estómago cuando las veía tan de cerca. Una mezcla física de atracción y turbación, un morbo excitante que me llevaba a imaginarla desnuda y a la vez deseos contradictorios de alejarme.
-Yo te conozco – me dijo.
Yo estaba segura de que no. Le dije que era la segunda travesti que entrevistaba, que yo no había visto a otra de cerca nunca antes en mi vida. (Con una oración similar comenzaría luego la novela). Me preguntó dónde vivía. Le dije que en Pocitos. Dónde trabajaba. Clases de inglés. No, no. No encajaba, pero ella estaba segura de que me conocía. De a poco fuimos narrándonos, hacia atrás, las líneas generales del relato de nuestras vidas. Yo le respondía sin ganas, porque estaba segura de que no teníamos nada en común. Pero llegó el punto en que coincidimos: los cuernos de Batlle. Me maravillé. Fernando, “el Cardozo”. Ahora era Krisse. Ahí estaba frente a mí, más cerca de lo que nunca había estado, transformada en mujer más de lo que yo nunca la había visto. La pasada cercanía aflojó nuestras mutuas reticencias, y terminamos la tarde en una charla de amigas. Le hablé de Gustavo, pero decía que no lo recordaba. “Debe ser que no me lo cogí, porque de esa época me acuerdo de los nombres y las caras de uno por uno”. Me contó cosas de sus inicios, porque quería remontarse junto a mí a lugares que sabía que yo conocía, y eso parecía devolverla tangiblemente a un pasado feliz en el que todo su futuro había parecido inmenso, eterno y triunfal. Me mostró el anillo de bodas que llevaba permanentemente en su dedo anular; unas iniciales que ya no recuerdo y una fecha de 1980. Me contó que se lo había regalado su amor de la adolescencia el día antes de casarse, una señal de que habría querido casarse con ella, pero que ella, como siempre, no era una chica para llevar al altar. Un corazón tan roto… Como hasta el final de sus días.
Llegué a casa transfigurada. Feliz y maravillada. Otra vez pensé qué vidas tan cortas y pequeñas las nuestras, que por más caminos extraños y diversos que exploráramos, siempre veníamos a terminar en el mismo sitio.
-¡A que no sabés a quién entrevisté! –le pregunté a Gustavo.
El me respondió que evidentemente no sabía a quién había entrevistado, ya que él no conocía personalmente a ninguna trans.
-Sí, conocés una, aunque no te acuerdes ahora. “El Cardozo”.
La sorpresa le tranfiguró el rostro, y empezó a hacerme todo tipo de preguntas. Le conté las cosas que Krisse me había contado, el doloroso camino de abandonar su familia, de ser hostigada en el liceo, de amores que la habían adorado y sin embargo la habían mantenido en el secreto como una vergüenza inconfesable.
-Ojalá pudiera volver atrás y defenderla de los que la molestaban – me dijo con tristeza; -claro que uno de esos era yo mismo.
Y me narró momentos que él recordaba en los que “el Cardozo” había sido humillado en público, y que había presenciado sin hacer nada. Los relatos de ese día quedaron plasmados en la parte de la novela donde la profesora de inglés, Leonor, se encuentra con Karine, el personaje que representa a Krisse, y descubren que se conocen desde la niñez. El marido de Leonor cuenta más tarde una pelea infame en la calle atrás del liceo. Todo ese fragmento está constituido por los relatos que me fueron contados por uno y otro en ese inolvidable día que me reencontré con Krisse. Por lo menos se salvó ese testimonio.
El 7 de setiembre de 2006 fue la presentación de A su imagen y semejanza en un bar de la Ciudad Vieja, y allí los “presenté” (es un decir, porque ya se conocían) a Gustavo y a Krisse. “¿Así que vos me gritabas ordinarieces, como dice ahí en el libro? Tenés suerte de que no me acuerdo” y así ella le arrancó una risa. Tenía ese humor irresistible.
Ese año estuvimos juntas, gracias a ese libro, en canales de televisión. En Canal 5, con Raquel Daruech, que estaba muy agitada y colorada porque “nunca había entrevistado travestis” según me confesó entre risas nerviosas; estuvimos en “Buen Día Uruguay” con Leonardo Lorenzo, y allí me enteré de su problema cardíaco. La pasé a buscar en el auto, pero yo nunca había estado en el Canal 4, entonces me perdí. Dimos vueltas y vueltas, y se nos hizo un poco tarde. Krisse se puso roja como un tomate y me contó, entre leves jadeos, que sufría del corazón y que la taquicardia de los nervios la ponía así. Llegamos en hora y la maquillaron divina, pero nunca olvidé con cierta culpa el mal rato que para ella significó un esfuerzo para su maltrecho corazón.
El 26 de octubre del año pasado apareció por última vez en público en la celebración de los 10 años de la novela. Estaba increíblemente hermosa, y contenta, con su risa que se le escapaba sin que pudiera hacer nada. La foto que encabeza este texto es uno de esos momentos.
No fue la última vez que la vi. Porque en algún momento desde que nos volvimos a ver en 2002, ambas regresamos a los cuernos de Batlle. Me la encontraba haciendo mandados por el barrio y nos quedábamos charlando. Ella hacía tiempo que ya no estaba saliendo a trabajar, porque se sofocaba y apenas podía caminar un par de cuadras. Estaba viviendo de una pensión. La vi hace dos semanas, sentada en la puerta de su edificio, en una sillita de playa, tomando aire a la sombra del árbol. Un día sofocante; llevaba el inhalador en la mano. Me habló de que se había inscripto para trabajar en el Sistema de Cuidados, porque tenía experiencia con gente muy mayor, pero que todavía no la habían llamado. Me dijo que había pasado varias semanas entrando y saliendo del hospital, que ya se le dificultaba respirar. Entonces se me cruzó por la cabeza que cualquier momento de esos sería el último en que nos viéramos. Qué curioso; se me ocurrió y lo era. Pero no le presté atención a la idea. Lo que sí atrajo mi atención fue el ver que ya no llevaba su alianza de bodas. Le iba a preguntar qué había sido de ese anillo, pero entre tantas cosas que hablamos, se me olvió. Ahora ya no habrá a quién preguntarle. Alguien se casó en 1980 y el día de su boda le dijo a la novia que había perdido la alianza que llevaba en el dedo desde su compromiso. ¿Cómo habrán resuelto el problema el mismo día del casamiento? ¿La novia se habrá enojado mucho? ¿Habrán utilizado una alianza prestada por un familiar? Ahora el dedo que la llevó durante alrededor de 30 años quedará desnudo para siempre. ¿Se la habrán robado en algún servicio de salud? ¿Lo habrá empeñado en alguna época de penuria económica? O cuando alguien vacíe su casa ¿lo encontrará atesorado en una antigua cajita de música?
Cada vez que alguien se va deja agujeros, sean cuales sean. Preguntas que nunca se hicieron, secretos que no se contaron. Objetos y sitios habitados por antiguos fantasmas. Está bien que así sea. Cada uno atesora una leyenda. Krisse se va con la suya propia.

Comentarios

  1. Dulce homenaje a Kriss. Si existe la reencarnación, que pueda tener una vida con mas serenidad plenitud reconocimiento y menos prejuicios a su alrededor. QEPD

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  2. No pude parar de leer ni por un segundo, ni de estremecerme ni de emocionarme. Que triste, que bueno tu requiem.

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  3. Muy lindo. Gracias. Saludos. Sofia Saunier

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  4. Ví lo del fallecimiento de Kriss en mi facebook, creo que es una gran pérdida. yo tuve poco trato con ella, pero me pareció una gran persona. mis respetos.

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